
11:00 minutos de lectura. La montaña y el alpinista enseña que una verdadera prueba de fe no se supera simplemente haciendo promesas. La verdadera fe viene desde el fondo del corazón y por tanto, no cuestiona.
Hace ya varios años se conoció la historia de un intrépido alpinista, poseedor de grandes triunfos en la conquista de las más peligrosas cumbres. Ya había escalado la mayoría de las montañas más inaccesibles alrededor del mundo, y su amplia experiencia lo hacía casi invencible.
Pero su mayor reto era un remoto pico en los Himalayas, el cual tenía unas paredes casi verticales, y por ese motivo era descartado por la mayoría de los escaladores.
Pero preparación no era lo que le faltaba a él. Aquellas cumbres que, solo viéndolas desde abajo producían vértigo, a este valiente deportista sólo lo llenaban del deseo de vencerlas.
Esperando siempre ir un paso más adelante que todos sus contrincantes, se le ocurrió que solo había una forma de hacer algo nuevo en esta montaña: subir solo, en una única jornada.
Cuando les comunicó su decisión a todos sus amigos, ellos le dijeron que se había vuelto loco. Pero él les expuso sus razones, así como el plan que tenía para acometer su aventura; ellos, que estaban hechos del mismo espíritu aventurero, comprendieron su razonamiento.
De este modo, después de estudiar cuidadosamente el clima, cuando consideró que era el momento propicio, inició la peligrosa escalada. En un principio fue relativamente fácil, pues los riscos más inaccesibles se encontraban cerca de la cumbre.
Poco a poco fue ganando altura, concentrado en cada paso que daba, prácticamente sin descansar, pues sabía que el camino era largo y para hacerlo en una sola jornada debía subir sin pausa.
A pesar de su infatigable esfuerzo, la tarde comenzó a caer y las largas sombras que proyectaba el sol se fueron desvaneciendo en medio de la penumbra. Aún faltaba bastante trecho y entendió que ya no podría llegar a la cima antes de la noche. Pero si paraba para acampar, habría perdido el reto que se había propuesto, el de subir en una sola jornada.
Así pues, continuó subiendo mientras un frío gélido avanzaba a cada minuto. Nada de esto preocupaba al alpinista, pues había estudiado durante años la montaña y había hablado con casi todos los otros aventureros que la habían retado.
Gracias a esto, conocía el camino que transitaba, como si lo hubiera recorrido él mismo. Cuando ya la noche cayó del todo, supo que había llegado a la última parte de su ruta. Con mucha habilidad aseguró un anclaje a la roca y lentamente inició el camino final hacia la meta.
Sabía que se había comenzado a desplazar por una cuchilla estrecha que era el borde de un acantilado vertical, el cual llegaba hasta la base de la montaña. Pero también sabía que se encontraba a algo más de doscientos metros de la cima, de modo que casi cumplía su sueño.
Con precaución, tanteando cada paso que daba, siguió avanzando. Era esa una noche sin luna, y grandes nubarrones cubrían las estrellas. La oscuridad era absoluta y el silencio hacía más tenebrosa la noche.
Pero el alpinista sólo quería llegar a su meta, para demostrarle al mundo que él era el más grande. Cuando llegara a un pequeño espacio sobre la cumbre podría descansar, dueño por unas horas, de la inmensa montaña, mientras iniciaba el regreso al amanecer.
Con todos esos pensamientos en su mente, siguió avanzando, paso a paso.
Pero aparentemente, la montaña no estaba de acuerdo con ser conquistada tan fácilmente. En un pequeño episodio de desconcentración, el hombre perdió el paso y se precipitó por el profundo acantilado.
La caída parecía interminable, en medio de la más absoluta oscuridad. Su mente, tantas veces entrenada para una posible muerte, recorrió todo el itinerario de su vida. Vio pasar su infancia en una llanura lejos de las montañas, vio sus triunfos y sus fracasos, sus amores y sus rupturas, vio los planes que se había forjado para su vejez, como si ya los hubiera vivido.
Todo eso sucedió en solo un par de segundos mientras iba en caída libre hacia el abismo devorador. Al tiempo con esas visiones fugaces, supo que pronto moriría, y su mayor dolor era no haber logrado su hazaña.
Estaba sumido en esas sensaciones, cuando de repente experimentó un fuerte tirón que lo dejó aturdido. En medio de su caída había olvidado el anclaje, que ahora lo tenía suspendido en el aire. Así permaneció unos minutos, tratando de recuperar la serenidad.
Sin embargo, al comprender que se hallaba colgado de una cuerda, en un sitio remoto donde nadie lo encontraría, sin saber qué tan distante se encontraba del piso, realmente entró en pánico. Pensó que hubiera sido preferible morir al golpearse contra una roca, y no de esa forma, colgado en medio de un acantilado, congelado por el frío en medio de la noche.
Entonces, aunque nunca fue un creyente fervoroso, se acordó que solo Dios podría salvarlo. Levantó los ojos al oscuro cielo y con todas las fuerzas que aún le quedaban gritó:
– ¡Dios mío, ayúdame!¡No me dejes morir en esta soledad!¡Prometo ser una mejor persona a partir de hoy!!
Increíblemente, sin que él mismo lo esperara, una voz retumbó en la oscuridad. Era profunda y las montañas la multiplicaban con un eco que parecía no tener fin. Pero al mismo tiempo, el hombre pudo sentir la benevolencia en ese tono poderoso:
– ¿Qué deseas de mí, hijo mío?
– ¡Por favor, sálvame, mi Dios!¡Aun no deseo morir!!
– ¿Tú crees realmente que yo puedo salvarte? – preguntó nuevamente la voz.
Con un tono desesperado, el alpinista gritó suplicante:
– ¡Claro que sí Señor, creo en ti, Dios mío, por favor, sálvame!
Sin perder la tranquilidad, la voz de Dios retumbó nuevamente:
– Está bien, hijo mío. Si crees verdaderamente en mí, corta la cuerda que te está sosteniendo.
Entonces, se hizo de nuevo un profundo silencio. Aunque no había percibido nada además de la voz, el hombre sintió que Dios se había retirado después de sus últimas palabras. La incertidumbre llenó su espíritu. Miró, angustiado, la oscura bóveda del cielo, esperando tal vez un milagro que no dependiera de él mismo. No se atrevió a cortar la cuerda, sino que se aferró a ella, como si fuera lo último que quisiera perder en la vida.
Así permaneció durante mucho tiempo, en un estado de sopor, con las palabras de Dios repitiendo en su mente una y otra vez: “¡Corta la cuerda!” Sin embargo, no tenía la voluntad de tomar la decisión más trascendental de su vida. Volvió a ver las imágenes de muchas cosas vividas, como si no le hubieran sucedido a él.
Inexplicablemente perdió la noción del frío y apareció una sensación de culpa por no poder hacer lo que Dios le dijo. Su pensamiento racional le decía que tan pronto cortara la cuerda, caería irremediablemente hacia una muerte segura.
Con todo esto rondando en su cabeza pasó un tiempo que le pareció muy corto. Pero su sorpresa fue mayúscula cuando una fuerte luz lo deslumbró inmediatamente. Al mirar hacia lo alto, pudo ver un sol que, tibiamente, le anunciaba un nuevo día. Se sintió confundido, pues era totalmente inconsciente de haber estado tantas horas allí suspendido, y no percibía que hubiera dormido.
Entonces se le ocurrió mirar hacia abajo, y no pudo contener un grito ante lo que vio: bajo sus pies, a solo un metro de distancia, la superficie de un terreno plano se extendía, cubierta por una fina hierba.
Sobre él cayó una sensación de vergüenza y arrepentimiento. Extrajo su cuchillo del cinturón y cortó, como Dios se lo había indicado desde el principio, la cuerda que lo sostenía en el aire. Casi con suavidad cayó al piso.
Después de permanecer allí tumbado unos minutos, en un estado de asombro, se incorporó con lentitud. Se palpó el rostro y notó que no había sido afectado por las bajas temperaturas. Consideró que el solo hecho de que no hubiera muerto por hipotermia, ya era milagroso.
Después de todo esto, tomó lentamente el camino hacia la aldea cercana, mientras hablaba en voz afectada, mirando de vez en cuando hacia el cielo:
-Dios mío, perdóname por haber dudado. Sé que me diste una segunda oportunidad, y ahora puedo entenderlo: la fe no se cuestiona. Solo creyendo desde el corazón podremos soltar la cuerda que nos impide la salvación. Nunca más dudaré de tus palabras.
A partir de ese día, cada vez que emprendía un recorrido hacia la cima de alguna montaña, miraba a lo alto, y con una sonrisa decía en voz baja: -Sí Señor, te aseguro que ya corté la cuerda de la incredulidad.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández
Imagen de portada: Carlos Morales G.
Música: Es Épico – AnorMusic
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