
9 minutos de lectura. El rey prudente nos muestra que la grandeza de un rey no se mide por lujos y boato. Su verdadera grandeza se manifiesta en el bienestar de su pueblo y la estabilidad de su reino
Era este un próspero reino que durante muchos años había sido gobernado con entera justicia por el sabio monarca. Al morir este amado rey, fue llorado por todos los súbditos, quienes habían visto florecer sus fortunas gracias a las medidas tomadas por el soberano, quien siempre había expedido apenas los impuestos necesarios para el sostenimiento de la corte, dejando a los ciudadanos comerciar libremente.
Gracias a esto, su hijo, el joven príncipe, heredó un reino pacífico, floreciente y feliz, en medio de la abundancia. A pesar de tantas bendiciones, su padre le dijo antes de morir, que el mayor legado que podía dejarle era su consejero personal.
Se trataba de un hombre de mediana edad, pero que gracias a la educación que había recibido en su hogar, era no solo un firme creyente de la voluntad divina, sino que comprendía profundamente el alma del pueblo, así como la potestad del rey. Gracias a ello, había podido conducir a su soberano en el manejo sensato del gobierno, ayudándole a ganarse el respeto no solo de sus súbditos, sino de los monarcas vecinos.
Por este motivo, el príncipe, ya coronado rey, deseando seguir los pasos de su padre, desde el primer día mantuvo al consejero cerca de él. Ante toda situación que requería tomar medidas reflexivas, escuchaba atentamente al sabio maestro, y de acuerdo con su consejo iba aprendiendo a forjarse como un buen rey.
Sin embargo, el nuevo rey era joven y, por lo tanto, susceptible a los halagos y a las tentaciones de la vida ostentosa. Cierto día invitó a un rey cuyo reino colindaba con el suyo. Como su padre siempre había vivido muy frugalmente, no acostumbraba hacer fiestas que implicaran invitar personajes extranjeros. Por lo tanto, este monarca era la primera vez que visitaba el palacio real.
Llegó con una gran comitiva, montados en hermosos corceles ricamente enjaezados. Sus ostentosos ropajes contrastaban visiblemente con los utilizados en la corte del joven rey, y dejaban ver la pompa con la cual acostumbraban vivir. El joven rey se esmeró en atender a su invitado, quien agradeció la amabilidad que se le dispensó.
Pero, durante la comida, no dejó de hacer algunas bromas respetuosas sobre la vajilla utilizada, muy similar a la de cualquier noble medianamente acomodado. Una vez se fueron, el rey quedó cavilando durante toda la tarde, bajo la mirada atenta de su consejero, quien tuvo buen cuidado de no intervenir en sus pensamientos.
Al día siguiente, cuando el rey se sentó a la mesa en compañía de los personajes importantes de la corte, aún seguía manteniendo esa actitud reservada que había adquirido desde el día anterior. Una vez colocaron los sencillos cubiertos al frente de su puesto, el joven rey se quedó mirándolos un momento. Y, y de repente se dirigió al mayordomo, quien se encontraba a su lado:
-Necesito que des la orden al orfebre del palacio para que me fabrique un juego de cubiertos de plata, los cuales deben ser ricamente repujados. Yo soy el rey de un país próspero y debo respetar la dignidad que ese título me confiere.
El mayordomo hizo una breve reverencia y se dispuso a retirarse para cumplir la orden. Pero de repente, el rey se fijó en su consejero, quien lo observaba con una mirada triste pero firme.
-¿Qué te sucede? – le dijo el rey- ¿tienes algo que decirme?
Sin dudarlo, el sabio consejero, le replicó:
-Si, majestad. Necesito que, por mi bien y por el bien del reino, me releves cuanto antes de mi cargo. Me queda imposible continuar a tu servicio.
El monarca, sin poder entender la causa de una decisión tan repentina, pero sabiendo que su consejero jamás haría tal cosa a la ligera, le pidió que le explicara cual era la causa que lo motivaba para pedir tal cosa.
El consejero le dijo:
-Se trata de lo que acabas de solicitar. En este momento has pedido unos cubiertos de plata, y con toda seguridad, después exigirás que traigan una vajilla de porcelana fina, con ricos decorados. Seguramente, a continuación, demandarás ricos manjares traídos de oriente, querrás faisanes y frutas exóticas. Entonces, para estar a la altura de los manteles de lino bordado, necesitarás la más fina seda traída desde China, para la ropa que querrás lucir, junto a ricos collares de oro incrustados con piedras preciosas.
-Rápidamente tus caprichos serán imitados por la corte, y todos desearán construir grandes palacios rodeados de extensos y preciosos jardines. Pero para sostener este boato, el cual irá creciendo a medida que cada uno quiera superar a los demás en riqueza y ostentación, será necesario incrementar los impuestos y las cargas al pueblo. Esto va a traer la ruina y el hambre para muchos de ellos, quienes ahora verán que su rey se ha convertido en mezquino y déspota.
-Cuando todo esto suceda, su majestad, seguramente muchos se van a rebelar. Posiblemente, mal aconsejado por la vanidad de quienes desean adularte, reprimirás las revueltas con mano dura, lo que causará caos y muertes en el reino. Seguramente, para entonces yo debería tomar un partido, y no deseo verme abocado a escoger entre mi rey, a quien debo lealtad y respeto, y mi pueblo en medio del cual he nacido. Por ese motivo, prefiero renunciar a mi cargo y alejarme lo más posible, para no presenciar la llegada de ese triste día.
El rey, quien, a pesar de su juventud, poseía la semilla de la grandeza de su padre, miró fijamente al consejero. Con una ligera sonrisa de niño atrapado haciendo una pilatuna, y le dijo, divertido con un falso tono de reproche:
-Por tus palabras, querido consejero, entiendo que, si deseo comer exquisitos manjares, tendré que ir a un reino extranjero. Pero también entiendo ahora por qué mi padre siempre te conservó a su lado. En realidad, no deseo que mi reino se destaque por la ostentación, sino por el bienestar de mi gente. De modo que, no solo no acepto tu renuncia, sino que revoco lo ordenado sobre los cubiertos de plata. Solo espero que nunca dejes de vigilar la buena marcha de este reino, el cual debe distinguirse de todos los otros, no por la pompa y el lujo, sino por la prosperidad y felicidad de todos quienes lo habitamos.
Un silencio solemne llenó la sala, roto solamente por el suspiro aliviado del consejero. Después de eso, el rey no solo renunció a su capricho, sino que abrazó la verdadera herencia de su padre: la prudencia y el respeto a su dignidad de rey conduciendo a su pueblo en el camino de la prosperidad.
Cuentan los que vivieron en esos años dorados, que el sabio consejero acompañó al monarca hasta sus últimos días, y juntos crearon un imperio pacífico y floreciente. El rey se volvió cada día más sabio y fue conocido como el Rey Prudente, un monarca cuyo legado no se midió en oro y joyas, sino en la felicidad y el bienestar de su pueblo.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández
Imagen de portada: Carlos Morales G.
Música: Música de fondo clásica-ArtArea_Studio-Envato
¿Quiere encontrar más cuentos y narraciones como “El Rey Prudente”, que le dejarán siempre alguna enseñanza? Visite nuestra sección Fábulas Tradicionales en VCSmedia.net
Descarga gratis aquí la Guía para Recuperar la familia.