
8:30 minutos de lectura. Una madre busca curar a su hijo enfermo, pero solo cuando el poder del ejemplo supera a los consejos, el chico hace el ayuno recomendado y recupera la salud.
En un pueblo apartado del bullicio de las grandes ciudades, residía una mujer con un hijo adolescente, al cual adoraba, ya que era su única compañía y apoyo. El muchacho, como todos los de su edad, solo pensaba en jugar y entretenerse con sus amigos.
Cierto día, el joven cayó enfermo. Mientras se tomaba el estómago, gimiendo por el dolor, la fiebre parecía dominarlo y sudaba tendido en su lecho. La madre, afanada, le pidió a una vecina que le llamara de urgencia al médico del pueblo, mientras ella improvisaba algunos remedios caseros.
Cuando el doctor llegó, le hizo los exámenes de rigor, palpándole el pecho y el vientre, examinándole las pupilas y pidiéndole que tosiera mientras observaba su garganta. Después de revisarlo con cuidado, se acercó a la madre, y le dijo que, aunque lo que el muchacho padecía no era grave, sí debía seguir cuidadosamente sus indicaciones.
Para tal efecto, le formuló un jarabe de no muy agradable sabor, del cual debía tomar tres cucharadas al día. Pero, agregó:
-Lo más importante, mi señora, considerando que está muy delicado de la digestión, es que guarde estricto ayuno por una semana. Pasado este tiempo, podrá comer nuevamente, sin excederse los primeros días. Después podrá volver a la normalidad.
Mientras el médico hablaba, la madre miraba de reojo a su hijo, diciéndole con la mirada que prestara atención a estas palabras. Después de esto, como era costumbre, ella invitó al doctor a unos deliciosos panecillos caseros, y tras conversar un rato, le pagó sus honorarios y lo despidió amablemente.
Tan pronto el médico se fue, ella le repitió al muchacho la importancia del ayuno que debía seguir. Él tomó juiciosamente ese día las cucharadas del jarabe, pero a la mañana siguiente se negó a ayunar y antes de que ella pudiera evitarlo, comió rápidamente lo que encontró a mano en la cocina.
A la tarde había recaído de nuevo, y solo se alivió ligeramente luego de tomar el jarabe. La madre lo reprendió por desobedecer las órdenes del médico, pero el joven protestó con vehemencia:
-Madre, yo soy capaz de tomarme ese desagradable jarabe, pero no me obligue a ayunar, eso es demasiado para mí.
Ella, mientras se tomaba la sopa de la tarde, le recordó que el doctor sabía por qué ordenaba tal cosa, y que debía acatarla si deseaba curarse. El muchacho, sin responder nada, se tendió en la cama y pronto quedó dormido.
Sin embargo, siguió comiendo cada vez que ella daba la espalda, situación que se prolongó durante tres días, sin que el chico mostrara mejoría. Entonces ella, desesperada, acudió donde el doctor, quien accedió a regresar para hablar con el muchacho.
-Mira, jovencito, -le dijo en cuanto lo vio, tendido en la cama- si realmente deseas curarte, debes guardar ayuno durante ocho días. No tienes una alternativa diferente.
Dicho esto, le dijo a la señora que era todo cuanto podía hacer. Ahora dependía de la voluntad del paciente para que pudiera recuperarse. Como a la mañana siguiente el chico insistió en seguir comiendo, la madre, ya sin opciones, consultó con un vecino que conocía muchos curanderos en la región.
-Vecina, curanderos para este caso, realmente no conozco. -le dijo el vecino- Pero sé de un viejo ermitaño que vive aislado en la montaña. Todos dicen que es muy sabio y creo que sólo él puede darle algún remedio efectivo.
Sabiendo esto, la buena señora montó a su hijo en una mula y tomó el escarpado camino hacia la montaña, según las indicaciones que le dieron, para llegar hasta donde el mencionado ermitaño.
Después de varias horas de transitar por el tortuoso camino, llegaron ante una humilde cabaña de madera, al frente de la cual se encontraba el hombre santo, sumido en una profunda meditación. Tímidamente, ella se acercó y, cuando él la miró con unos ojos muy tranquilos, ella le explicó respetuosamente, el motivo de su visita.
El ermitaño la escuchó sin interrumpirla. Una vez ella terminó su petición, el anciano miró al muchacho y, con un leve gesto, le indicó que se acercara. Le susurró algo al oído, y después lo miró fijamente a los ojos, diciéndole con claridad:
-Debes saber, joven que, por tu bien, es absolutamente necesario que tomes ayuno durante una semana. De lo contrario, puede ser muy peligroso para tu salud. Ahora, regresa a tu casa y cumple con lo que te he ordenado.
Después de escuchar esto, la mujer se sintió desconcertada. Ya sin asomo de la timidez inicial, se acercó nuevamente al anciano y le dijo, con tono excitado:
-Maestro, yo esperaba que le iba a suministrar a mi hijo algún potaje milagroso, o que haría un ritual místico para purificar su energía vital. Pero me encuentro que, después de recorrer por tan peligrosos caminos en esta montaña perdida, usted le repite al chico lo que el médico y yo le hemos estado diciendo una y otra vez todos estos días, sin ningún resultado.
El viejo ermitaño, sin perder la compostura, le miró y le dijo:
-Yo lo sé, querida señora, pero debe entender que la situación no es la misma.
-¡Cómo que no es la misma situación! ¡explíqueme eso! -exclamó la madre
Él la miró con una leve sonrisa, y le dijo:
-Ocurre que ustedes le decían lo que debía hacer, pero mientras tanto seguían comiendo. Entre tanto yo, que estoy muy viejo, pero completamente sano, he estado ayunando durante la última semana. Después de esta respuesta, madre e hijo regresaron por su mismo camino, cada cual sumido en sus pensamientos. Una vez en su casa, el joven inició la dieta juiciosamente mientras tomaba el jarabe, y al cabo de una semana estaba completamente curado.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández
Imagen de portada: Carlos Morales G.
Música: Inspiring Violin Is – Envato
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