
La nostalgia y los sentimientos no necesitan la verdad para surgir. Un anciano anhela su aldea, pero un engaño revela que la arrogancia descubre nuestro lado egoísta.
Cierto día, Jacinto consideró que ya era tiempo de regresar a la tierra de sus ancestros. Siendo muy joven había dejado su aldea en las remotas montañas, para perseguir el sueño de un mejor futuro en la gran ciudad. Ahora, ya con el cabello blanco y los huesos cansados, quería ver, por última vez, los verdes campos donde había pasado sus años de infancia.
Con esto en mente, cargó en una mochila sus escasas pertenencias, e inició el recorrido que habría de llevarlo hasta su pueblo. Por el camino se unió a un grupo de tres peregrinos que se dirigían en la misma dirección, hacia un destino más allá de su casi olvidada villa.
Durante las largas jornadas tuvieron mucho tiempo de compartir sus experiencias, y Jacinto, entusiasmado por la idea de volver a su pueblo, narró una y otra vez los recuerdos de su infancia.
-Tengo tantos deseos de ver de nuevo esos paisajes -decía con los ojos entrecerrados-. El río que corre cerca de la aldea, la casa que nos legó el abuelo, las calles bulliciosas de la pequeña aldea, hay tantas cosas que tengo en mis recuerdos, como un lejano sueño. Ya me parece ver todo de nuevo.
Tantas veces Jacinto contó las mismas anécdotas, tantas veces describió los mismos paisajes, que sus tres compañeros comenzaron a sentirse abrumados. Al fin, uno de ellos, llamado Edgar, quien tenía un espíritu travieso, les propuso a sus dos amigos que se divirtieran un poco a costa del anciano.
-Pasando esa colina-les dijo, indicando un pequeño monte hacia donde los llevaba el camino-, hay unas ruinas. Hagámosle creer que esa es su preciosa aldea, y veamos cómo reacciona.
Jorge y Roberto, que así se llamaban los otros dos, se rieron con complicidad, y decidieron seguir el juego.
Tan pronto llegaron a la cima de la colina, observaron abajo las ruinas de lo que alguna vez fue un pequeño pueblo. Señalando con emoción aquellas ruinas, Jorge exclamó:
-Mira, viejo Jacinto, esa parece ser tu aldea, tal como la describiste. Allí corre el río que nos cuentas y esos campos se parecen a los de tu tierra. Lástima que ahora ya no vive nadie allí.
Con el corazón latiendo acelerado, Jacinto miró el paisaje que se le ofrecía, y trató de ajustarlo a los recuerdos de su memoria. Con la voz algo quebrada, dijo:
-¡Ha pasado tanto tiempo! Supongo que podría ser mi pueblo…, pero, ¡qué solo se ve todo ahora! Apresurémonos, quiero verlo desde cerca, ¡no saben la alegría que me trae ver el sitio donde nací!
Los tres compañeros se miraron de reojo, conteniendo la risa. Rápidamente descendieron por el polvoriento camino, y al llegar a la aldea en ruinas, se encontraron en medio de las paredes derruidas, cubiertas por la maleza y las enredaderas. Roberto señalaba los jardines abandonados, asegurando que tal vez allí había jugado Jacinto muchas veces siendo niño.
El anciano, colmado por la emoción, sentía cómo los recuerdos se agolpaban en su mente, y creía ver en cada esquina rota la casa de un vecino, la tienda donde su madre hacía el mercado, o la escuela donde aprendió sus primeras letras. Se detuvo un momento, con un sentimiento confuso de alegría y tristeza.
De repente, Roberto llamó con insistencia desde unos metros más allá. Todos corrieron a donde él señalaba, y pudieron ver un cementerio abandonado, las lápidas cubiertas de musgo, apenas visibles entre la maleza.
-¡Mira, Jacinto!-dijo Roberto con vehemencia- ¡aquí deben estar tus padres y tus antepasados! Este sitio está lleno de historia, aquí descansan todos los que conociste de pequeño.
Jacinto caminó lentamente entre las tumbas, mientras murmuraba, con las lágrimas corriendo por sus mejillas:
-¿Mis padres? Si, me parece escucharlos susurrar, ¡Han pasado tantos años! Cuánto siento no haberlos visto en sus últimos días.
Con un gesto de derrota cayó de rodillas ante una de las piedras, y mientras sollozaba, se le escuchaba decir:
-¡Cuánto los extraño! Este momento, que debía ser de felicidad, me llena de tristeza por todo mi pasado, perdido en estas ruinas.
A estas alturas, los amigos bromistas ya habían borrado de sus rostros las sonrisas de burla. Se miraron entre ellos, apenados e incómodos, y entonces Roberto dijo en voz baja:
-Creo que esto ya fuimos muy lejos. Confesemos la verdad
Entonces se acercaron y, mientras ponía una mano en el hombro de Jacinto, Edgar le habló:
-Escucha, Jacinto, tenemos que decirte algo. Realmente esta no es tu aldea. Yo conozco estas ruinas desde hace muchísimos años, y son de un viejo caserío que nunca tuvo nombre. Solo queríamos divertirnos un poco a tu costa, pero no deseábamos hacerte sentir mal. Por favor, discúlpanos por esta mala broma.
Tan pronto escuchó estas palabras, el anciano se levantó lentamente y, con los ojos aun cubiertos de lágrimas, les dirigió una mirada vacía, y exclamó simplemente: -¡Oh!, entiendo.
Entonces tomó su mochila y se dirigió con la cabeza gacha hacia el camino, sin volver la vista atrás.
Los amigos lo siguieron, y el grupo continuó caminando varias horas, hasta cuando la noche los obligó a detenerse para descansar. Un silencio pesado los rodeaba, y nadie se atrevía a decir alguna palabra.
Bajo las estrellas, mientras se acomodaban alrededor de una hoguera, todos miraban apesadumbrados al piso. Jacinto, sumido en sus pensamientos, de vez en cuando lanzaba un suspiro que parecía de tristeza.
Al fin, Jorge, ya sintiéndose demasiado avergonzado, le habló al anciano:
-Jacinto, por favor, no nos guarde rencor. Nos hemos comportado como unos tontos, nunca pensamos que te íbamos a ofender tanto. Fue una broma de mal gusto, pero en realidad todos te apreciamos.
Estas palabras animaron a los otros jóvenes a expresar sus disculpas, y cada uno habló, con un sincero sentimiento de pena.
Jacinto reaccionó levantando la vista, y después de mirarlos un momento, atizó el fuego con un palo y les dijo, con voz firme y lenta, como alguien que ha reflexionado mucho:
-Muchachos, no les guardo ningún rencor. Ya he olvidado la broma. Mi silencio en realidad se debe a que no puedo encontrar respuesta a algo que me he estado preguntando desde cuando salí del cementerio.
-¿Qué cosa?-Preguntó Jorge. intrigado
Jacinto los miró cavilosamente, mientras el reflejo del fuego brillaba en sus pupilas.
-¿Cómo puede alguien sentir emociones tan profundas-les dijo-, tanta alegría, tanto dolor, si todo ello viene de una mentira? Esa aldea no era mi aldea, esas piedras no eran mi casa, esas tumbas no eran de mis antepasados. Pero en mi corazón, todo era tan real, como si cada pequeña piedra fuera parte de mi pasado. ¿Cómo es posible eso?
Los tres amigos miraron a Jacinto sorprendidos, como si de repente se encontraran de frente con una verdad que jamás habían sospechado. Sin pensarlo demasiado, Roberto dijo.
-No puedo saberlo, tal vez las emociones no necesitan apoyarse en la verdad
-O tal vez-dijo Edgar- El corazón simplemente se mueve al ritmo de cualquier música, sin importar de dónde venga
Después de esto, guardaron nuevamente silencio. Un rato después, todos dormían, pero en el aire de la noche flotaba, como una nube a punto de llover, la pregunta de Jacinto.
Unos días después llegaron a la verdadera aldea del anciano. Cuando él la vio, esta vez desde una auténtica colina, reconoció en seguida el río que serpenteaba alrededor del humilde pueblo, vio la torre de la iglesia, un poco desconchada pero aún destacándose sobre las otras construcciones. Al fondo se veían los campos por donde tantas veces corrió en la infancia, y esta vez supo que todos los recuerdos que este paisaje le generaban, eran realmente suyos.
Los compañeros de viaje se miraron unos a otros, ahora con un auténtico regocijo, aliviados ante el espectáculo que indudablemente era real. Uno de ellos pensó, con un profundo respeto hacia el anciano que miraba su aldea con un brillo de alegría en los ojos, que posiblemente las emociones no necesitan la verdad para surgir. Tal vez, solo necesitan una chispa que las despierte. Las lágrimas de Jacinto, nacidas del engaño, pero reales, dejaron a todos una lección: el corazón siente lo que quiere, y mientras tanto nos pide andar con cuidado, pues al burlarnos de los sentimientos de otros, estamos reflejando nuestro propio sentimiento egoísta.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández.
Portada: Carlos Morales G.
Música: Beautiful Moments -Matsteiner – Envato
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