
11 minutos de lectura. No hay nada más cierto que aquello de que el rostro es el espejo del alma. Tanto la pureza de corazón como la mezquindad y la envidia pueden reflejarse incluso en una mirada.
Esa tarde, cuando Lucrecia se asomó a la puerta de su casa, después de escuchar el timbre, en seguida hizo un gesto de desagrado. Ante la puerta se hallaba un caminante ermitaño, con un largo cayado y un viejo morral terciado a la espalda.
El hombre, visiblemente cansado, la saludó con cortesía y le habló con palabras suaves pero firmes:
– Estimada señora, le agradecería inmensamente si me socorriera con algo de pan y un vaso con agua. Vengo caminando desde muy lejos y aún debo seguir mucho más allá de este pueblo.
Ella lo miró de arriba abajo, observando su vestimenta vieja pero aseada.
– ¿Para eso me hace perder mi tiempo? – le contestó agriamente la señora -. Debería trabajar, en vez de estar molestando a la buena gente y mendigando comida. Siga su camino y no vuelva por acá a molestar.
Dicho esto, cerró la puerta, dejando al hombre allí parado, sin darle tiempo a replicar. Mientras ella seguía en sus ocupaciones refunfuñando, el peregrino se dirigió, sin perder la compostura, a la siguiente vivienda. Una vez tocó a la puerta, salió una mujer muy poco agraciada de rostro, pero que, con una mirada alegre, le preguntó:
– Buenos días, señor. ¿En qué puedo servirle?
– Estimada señora, le agradecería inmensamente, si me socorriera con algo de pan y un vaso con agua. Vengo caminando desde muy lejos y aún debo seguir mucho más allá de este pueblo.
Con un corazón de compasión, ella se conmovió al ver que, a esa hora de la tarde, este pobre hombre no había probado bocado en todo el día. Le pidió seguir y dirigirse a la cocina, donde ella sacó de la alacena algunos alimentos preparados, y le ofreció un vaso con agua.
– En esta casa no abunda la comida, pero siempre hay algún bocado extra, para quien pueda necesitarlo – le dijo, con una sonrisa tímida, entregándole el plato.
El buen hombre, sin decir palabra, se sentó y comió con agrado en silencio, por el hambre que tenía. Una vez que terminó, se llevó la mano a uno de sus bolsillos, queriendo sacar algunas monedas, para retribuir el buen corazón de la mujer. Deseaba mostrar su gratitud de alguna forma, pero solo tenía algo particular que decidió regalarle.
– Lo único que puedo darle como compensación, es este pañuelo, que siempre traigo conmigo. Aunque es bastante viejo, lo conservo limpio pues lo aprecio mucho. Tómelo por favor- le dijo.
Ella se rehusó a recibir nada, pero ante la insistencia del hombre, decidió aceptarlo. Una vez que él se alejó de la casa, ella llevó el pañuelo a su cuarto y, después de dejarlo junto a sus pertenencias, continuó con sus labores diarias, pensando en el duro destino que debían atravesar tantas personas.
A la siguiente mañana, mientras se acicalaba para hacer las labores matutinas, al lavarse la cara no encontró la toalla para secarse. Solo tenía a la mano el pañuelo que le había dado el peregrino el día anterior. Lo tomó y se secó el rostro con la tela. Sintió una textura muy suave y se extrañó por ello. Con un gesto distraído, lo guardó en su bolsillo, y rápidamente, tras arreglar la casa, se preparó para salir.
Tan pronto cerró la puerta y se dispuso a encaminarse hacia su sitio de trabajo, vio que su vecina estaba en la puerta de su vivienda, con una escoba en la mano, y la observaba con los ojos desmesuradamente abiertos.
Como todos los días, Aura la saludó amablemente:
– Buenos días, vecina Lucrecia, espero que tenga hoy muy buen día.
Pero Lucrecia apenas pudo balbucear, ahogando un grito de sorpresa:
– ¡¿Qué le ha pasado a usted, Aura?! La veo muy diferente. ¿Se hizo algo en el rostro? O es usted una hermana de mi vecina.
– No entiendo a qué se refiere- contestó Aura apurada -. Soy la misma de siempre. Adiós, ya voy retrasada para mi trabajo.
Pero Lucrecia la agarró del brazo y la entró rápidamente a su casa, donde tomó un espejo, y lo puso frente a la cara de su vecina:
– Mire, mire lo que estoy viendo. Eso no puede ser real. ¿Qué se hizo en el rostro?
Con un gesto de estupor, Aura vio reflejado en el espejo, el rostro más hermoso que jamás hubiera contemplado. Era muy extraño pues, aunque conservaba sus mismas facciones, la tersa piel, el cabello perfectamente acicalado, los ojos brillantes y la boca con un gesto de alegría casi infantil, todo, en conjunto, era perfecto.
Instintivamente pasó las manos por sus mejillas, y sin salir de su asombro, sólo atinó a decir:
– No entiendo, esta mañana me levanté como de costumbre, no pasó nada extraño
– Pues algo debe haber sucedido -gritó Lucrecia histérica- qué ocurrió de ayer a hoy. – Le lanzó una mirada que reflejaba la envidia, y añadió lenta y desafiante- ¡dímelo ya!
Aura se concentró y, como algo sin importancia, comentó en voz baja:
– Lo único diferente fue el peregrino y el pañuelo que me regaló.
– ¿Cuál pañuelo? ¿De qué me habla? – se apresuró a decir, desesperada, Lucrecia.
Aura le explicó lo ocurrido el día anterior, y cómo esa mañana se había secado la cara con el mencionado pañuelo. Al escuchar este relato, su vecina, ya impaciente, le requirió que le enseñara el pañuelo, sospechando que allí se encontraba el secreto del repentino cambio.
Ella lo sacó de su bolsillo, y mirándolo pensativa, lo pasó nuevamente por su rostro. Ante este contacto, sus facciones se iluminaron todavía más y su expresión adquirió un halo de hermosa bondad.
Con un gesto apresurado, la amargada vecina se lo rapó de las manos y, corriendo hacia su cuarto, la dejó allí, parada. Después de unos instantes, confundida, Aura salió, cerrando suavemente la puerta y siguió su camino al trabajo.
Entre tanto, Lucrecia se refregó repetidamente el rostro con el pañuelo que había robado. Pero tan pronto se miró al espejo, espantada vio cómo ahora su cara lucía manchada y ennegrecida. Aunque antes tenía cierta gracia, ahora solo veía unas facciones bruscas y unos ojos que irradiaban una mirada mezquina.
Sintiéndose engañada, corrió de nuevo hacia la calle, en la dirección por donde había seguido su vecina. La alcanzó frente a un pequeño parque, y llena de indignación le gritó alterada:
-¡Usted es una bruja perversa, me engañó con la historia del pañuelo del ermitaño, mire lo que me ha hecho! ¡Me va a tener que pagar por esto, yo solo he tratado de ser una buena vecina y mire cómo me paga!
La muchacha quedó muda, sin entender qué estaba sucediendo, al ver aquel rostro casi desfigurado, que más que miedo producía lástima. Mientras Lucrecia continuaba gritando en medio de su desespero, las personas que transitaban por el lugar, comenzaron a acercarse con curiosidad.
En ese momento, ambas pudieron ver al peregrino del pañuelo, quien se incorporaba de una de las bancas del parque, donde seguramente había pasado la noche.
Con paso tranquilo, él se acercó hasta donde se escuchaba el alboroto de las mujeres, para ver lo que sucedía.
– ¡Yo quiero un pañuelo como el que le dio a Aura, deme uno!,- gritó Lucrecia ansiosa, cuando él estuvo cerca. Él la miró impasible, y le contestó:
– Yo solo tenía uno porque es un pañuelo mágico. Y es mágico porque refleja en el rostro, el alma de la persona que lo utiliza. Cuando el alma es pura, el pañuelo vuelve hermoso el rostro después de ser usado. Del mismo modo, vuelve feo y repugnante el rostro de alguien que tiene un alma mezquina y malvada. Él simplemente, muestra en el exterior lo que hay en su interior.
Después de decir estas breves palabras, el hombre se dirigió lenta y firmemente hacia la salida del pueblo y se perdió, para siempre, de la vista de los pobladores. Después de escucharlo, todos quedaron con la boca abierta, mientras observaban los rostros de las dos mujeres, que reflejaban sentimientos tan opuestos.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández
Imagen de portada: Carlos Morales G.
Música: Earth Loop-Envato
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