11 minutos de lectura. El mito de ícaro es ampliamente conocido. Y, aunque se trata de una historia muy corta, ha dado lugar a muchas interpretaciones.
Dédalo e Ícaro
La historia de Ícaro y su padre, Dédalo, necesariamente están entrelazadas y no puede ser narrada sin considerar a los dos personajes.
Dédalo es conocido como una de las figuras humanas más interesantes de la mitología griega, gracias a su inagotable inventiva y su talento en todas las artes. De hecho, lo asociaban con el dios Hefistos, el artesano del Olimpo. Daidos, el otro nombre de Dédalo, significa “finamente elaborado”.
Por este motivo, el nombre de Dédalo se asociaba estrechamente a los artesanos, a quienes se les daba este nombre cuando eran especialmente hábiles.
Dédalo en Creta
Viviendo en Atenas, Dédalo vivía orgulloso de su renombre y de la veneración que recibía por su destreza. Eventualmente, recibió como discípulo a su sobrino Talo, a quien comenzó a enseñar las artes mecánicas.
Pero dicho sobrino resultó muy ingenioso, y prontamente inventó la sierra y el compás. Entonces, llevado por la envidia y temeroso de perder su reputación como el mejor artesano, Dédalo empujó a Talo desde un acantilado, provocándole la muerte.
Después de este crimen, fue desterrado de Atenas y se refugió en Creta. Allí el Rey Minos, quien ya sabía sobre sus habilidades, lo recibió, encomendándole diversos trabajos.
Por entonces, el rey Minos había prometido sacrificar un hermoso toro al dios Poseidón, pero decidió romper su promesa, pues no quería perder tan excelente ejemplar. En consecuencia, Poseidón lo castigó inspirando a su esposa Pasifae para que se enamorara del animal.
Ante la dificultad de lograr su objetivo, Pasifae pidió ayuda a Dédalo, quien ingenió una vaca de apariencia tan real, que el toro la cubrió, sin percibir que en su interior se encontraba la mujer, quien pudo cumplir su monstruoso deseo.
De esta unión nació el llamado minotauro, criatura mitad hombre y mitad toro. Furioso por esto, el rey Minos pidió a Dédalo que construyera un lugar para encerrar al monstruo sin posibilidad de escapatoria.
El laberinto
El resultado de esto fue el laberinto de creta, complejísima construcción constituida por una intrincada red de corredores y patios que se entrelazaban y hacían imposible hallar una salida.
Sin embargo, el héroe Teseo decidió matar al terrible monstruo. Pero sabía que una vez ingresara al laberinto, jamás podría retornar al exterior, por lo que pidió ayuda a Ariadna, hija de Minos.
Ella a su vez solicitó consejo a Dédalo, quien le entregó un ovillo de hilo diciéndole que lo fuera desenvolviendo mientras avanzaba por los pasillos. Teseo siguió el consejo, y de este modo pudo ingresar hasta donde se encontraba el minotauro para cumplir su difícil misión. Después de esto, retrocedió recogiendo el hilo y así pudo escapar del intrincado laberinto.
Una vez el rey Minos se enteró de lo ocurrido, montó en cólera ante las continuas intervenciones del ingenioso artesano, y decidió poner fin a sus andanzas.
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Dédalo en su propia trampa
Como una ironía del destino, Dédalo fue condenado a permanecer encerrado en el laberinto que había construido, en compañía de su hijo Ícaro. Con el fin de que no pudiera escapar, se colocó una guardia permanente en la puerta, con la orden de cortar la cabeza a los prisioneros, si pretendían huir.
Pero Dédalo no era persona de darse por vencido fácilmente. Entendiendo que era imposible salir por la puerta de su construcción, miró hacia lo alto, y vio que por allí estaba la única salida.
Entonces, pidió que le trajeran plumas, cañas y cera, pues deseaba hacer un monumento de desagravio al rey. Su petición fue atendida, pues no se podía pensar que con elementos tan precarios pudiera hacer algo peligroso.
De este modo, se puso laboriosamente a armar un artificio con los materiales recibidos. El resultado final fueron unas alas tan funcionales como las de cualquier ave. Ellas serían el vehículo para recuperar su valiosa libertad.
Padre e hijo alzan vuelo
Como hemos podido apreciar, hasta el momento Ícaro solo aparece como el hijo del gran artesano, sin participar en ninguna de sus hazañas. Pero, sin que ninguno de los dos pudiera saberlo en ese momento, se acercaba su breve momento de gloria.
Una vez Dédalo se aseguró de que las alas estaban disponibles para cumplir sus planes, y después de ensayar una y otra vez, le dijo a su hijo que se preparara para salir de la fatídica prisión. Eso sí, le advirtió, debía ser muy prudente durante el vuelo.
Primero que todo, no debía volar muy bajo, pues las olas del mar estropearían las alas al hacerlas demasiado pesadas, lo que las haría inmanejables. Pero tampoco podría volar demasiado alto, pues el sol ardiente derretiría la cera que servía de unión para todo el artificio, destruyéndolo.
Una vez dicho esto, remontaron el vuelo, y en pocos segundos se encontraron cruzando el mar, dejando el laberinto a sus espaldas. Dédalo, adelante, batía las alas con suavidad, encaminándose hacia el norte, en busca de su amada Grecia.
Más atrás, Ícaro lo seguía, extasiado con la vista infinita del mundo, sintiéndose cada vez más exaltado con el sentimiento de libertad plena. Rápidamente olvidó el consejo paterno, y pensó que esa sensación de poder sobre los elementos podía ser mayor si remontaba el vuelo aún más alto.
Entonces, sin dudarlo, comenzó a subir, alejándose hacia el cielo, mientras Dédalo, confiado, continuaba su tranquilo vuelo allá abajo. Ícaro, lleno de gozo, ascendía sintiéndose dueño de ese mundo, cada vez más pequeño.
Pero no tardó mucho antes de que el calor del sol comenzara a abrazar las rústicas alas. A medida que la cera se derretía, las plumas se iban soltando y las alas rápidamente se desintegraron. De repente, Ícaro sintió que ya nada lo sostenía en el aire y se precipitó hacia el mar, el cual lo recibió con un enorme abrazo mortal.
Solo en ese instante, al escuchar el grito lastimero, Dédalo se percató con impotencia de la tragedia de su hijo.
Después de esto, no tuvo otro camino que recoger el cuerpo del joven, a quien enterró en una isla cercana. Con el tiempo, esta isla sería conocida como Icaria, como homenaje al hijo del ilustre artesano.
Ícaro como símbolo
Podría decirse que la historia de Ícaro, una de las más cortas y conocidas de la mitología griega, tiene dos aspectos opuestos, que muestran el talante da la juventud, así como las consecuencias.
Primero está la curiosidad e intrepidez de la juventud, que no se conforma con seguir normas que no le dicen mucho. A Ícaro solo le importa seguir sus impulsos, que lo llevan cada vez más alto, por encima de su padre y del mundo mismo.
Se trata del anhelo de nuevas experiencias, que solo puede ser saciado cuando se tienen las alas apropiadas, aquellas que nadie más posee, excepto su padre, quien parece no apreciar todas las posibilidades de tan maravillosa oportunidad.
Pero pensamientos de tan alto vuelo tienen su lado negativo. Ese desprecio hacia los consejos de su padre, muestran la falta de respeto hacia la sabiduría que genera la edad. Entonces es cuando surge el aspecto arrogante del joven, autosuficiente en medio de su ignorancia.
Y es esta arrogancia la que lo lleva directo hacia el desastre que su padre le había vaticinado si no seguía su consejo. En unos minutos, Ícaro conoce la libertad y la grandeza mientras aprende, demasiado tarde, las consecuencias nefastas de la imprudencia y la presunción.
Al final, nos preguntamos si Ícaro pudo vivir la vida plena que deseó en el instante en que se sintió ligero en el aire. Tal vez sí, pero ese breve instante le costó la vida.
Por otro lado, junto a su sabio y anciano padre, alcanzó la inmortalidad. Pero a diferencia de Dédalo, quedó como ejemplo de la audacia e imprudencia de la juventud. Por esto es que, si bien no se le considera un ejemplo a seguir, Ícaro representa ese aspecto tan humano de buscar insaciablemente metas inalcanzables.
Escrito por Carlos A. Morales Galvis para VCSradio.net
Narración: Javier Hernández
Música de fondo: On Wings of Freedom – Envato
Imagen de portada: Paesaggio con caduta di Icaro,_Carlo Saraceni – Mentnafunangann – Wikimedia Commons
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