
A un campesino le roban su apreciado burro de trabajo. Pero a la pérdida, se suman los reproches de sus vecinos. ¿Verdaderamente tiene él la culpa de ese infame robo?
En una pequeña aldea, retirada del ruido de las grandes ciudades, vivía Jacinto. Era un hombre sencillo, dedicado a la agricultura y a prestar servicios de acarreos con su fiel burro, que más que un animal de carga era su amigo y compañero.
El paciente animal vivía en un establo al lado de la casa de su dueño. Era este establo una construcción bastante desvencijada pero bien dotada de paja para alimento del jumento. Por supuesto, la vivienda de Jacinto no era mucho más lujosa, pero igualmente tenía lo necesario para satisfacer las escasas exigencias del aldeano.
Cierta mañana, Jacinto se levantó muy temprano, como de costumbre, y se dirigió al establo para dar alimento al animal, y a prepararlo para llevar una carga de leña, encargo de un vecino. Le extrañó encontrar la puerta del establo abierta, y al entrar, observó aterrado que se encontraba vacío. Era evidente que alguien se había llevado al noble animal, pues éste jamás habría podido abrir la puerta, cerrada desde afuera.
De todos modos, lo buscó por los alrededores, llamándolo a gritos, cada vez más convencido de que su preciado animal ya debía encontrarse muy lejos. No le quedó otra salida que dirigirse a la estación de policía para poner la denuncia y, en todo caso, pedir ayuda para encontrarlo.
Una vez llegó allí, se acercó al escritorio del sargento al mando del puesto, quien, después de responderle el saludo, le preguntó el motivo de su visita.
Jacinto, con el sombrero en la mano, le dijo respetuosamente:
-Señor, vengo a denunciar un robo. Anoche alguien entró al establo donde guardo a mi burro y se lo robó. Él es mi única herramienta para trabajar, y ahora no sé qué voy a hacer. Necesito su ayuda, por favor.
El sargento, quien era un hombre práctico y reflexivo, lo miró fijamente, como evaluando la magnitud del delito denunciado. “Un simple burro…”, pensó. Pero entonces recapacitó que, al fin y al cabo, en aquella aldea los delitos nunca eran muy superiores a esto. Rápidamente decidió que era una buena oportunidad para poner algún oficio a sus hombres.
Dirigiéndose al cabo, le ordenó con voz de mando:
-Cabo Sánchez, vaya con dos hombres a la casa del señor y miren qué fue lo que pasó. Busquen pistas que puedan indicarnos quienes fueron los ladrones y hacia dónde se dirigieron.
El cabo pareció molesto por tener que salir a esa diligencia inesperada. Se levantó de su silla y, después de aceptar la orden del sargento, llamó a los dos guardias que se encontraban de turno. En seguida, siguiendo a Jacinto, se dirigieron al lugar de los hechos.
Una vez allí, inspeccionaron cuidadosamente, tanto el predio y sus alrededores, como el establo de donde se decía que había sido robado el animal.
Mientras tanto, los vecinos curiosos comenzaron a rodearlos, interesados en saber el motivo del alboroto. Rápidamente se extendió el rumor de cómo había sido robado el burro que ayudaba a Jacinto. Algunas señoras se hacían cruces, mientras otras personas se cuchicheaban a los oídos.
Finalmente, el cabo llamó a don jacinto y, señalando el cierre de madera de la puerta, le dijo:
-Señor, no entiendo cómo podía usted pensar que con este cierre improvisado estaría seguro su burro. Es de lógica elemental que debía haber tenido una cerradura de acero con un candado sólido. Lo extraño es que no se lo hubieran robado antes.
-Pero, además, vean la ventana de ese establo, -dijo uno de los guardias- cualquiera que pasara desprevenidamente por la calle, podría ver que adentro había un burro como, diciendo: “por favor, llévenme”.
El otro guardia, después de que las risas se apagaron un poco, también intervino:
-Yo lo que no entiendo es, cómo estando el establo tan cerca de su dormitorio, usted no escuchó nada. No es posible que alguien tenga el sueño tan pesado, especialmente cuando debe cuidar sus pertenencias.
Jacinto, ante estas acusaciones, se encontraba cada vez más desconcertado. Inútilmente trataba de explicar que ese siempre había sido un pueblo tranquilo y nunca pensó que pudieran robarlo. Sus argumentos de que no podía pasar la noche vigilando el establo, o que la ventana del mismo era necesaria para la ventilación, no eran escuchados.
Para entonces, ya los vecinos hablaban más desenfadadamente, apoyando las observaciones de los policías. “yo siempre pensé que mi vecino es muy descuidado. Cuando una aprecia sus cosas, las cuida”, decía uno. “Hasta un niño hubiera podido llevarse ese animal, sin problemas. Estaba cantado que se lo iban a robar”, agragaba otro. “¿Por qué no tenía un perro que vigilara el establo?”, expresaba el de más allá.
Todos opinaban, y los argumentos llovían como piedras sobre el hombre que, además de perder su burro, ahora se veía acorralado por los señalamientos. Al fin, desesperado por no poder callar a tantos fiscales reunidos, indignado, alzó la voz. Mirando fijamente al cabo, le dijo:
-¡Está bien!, ¡está bien!, ¡acepto todas las acusaciones! La chapa era insuficiente, las ventanas eran muy amplias, se veía todo desde la calle, me dormí cuando debía estar vigilando el establo. Todo lo que quieran decir es cierto. ¡Pero alguna culpa habrá de tener el ladrón, ¿no creen?!
Ya fuera por el repentino grito, o por el argumento inesperado, en ese momento todos quedaron en silencio. Ninguno sabía qué decir, hasta que uno de los policías, para romper el hielo, dijo algo socarronamente:
-Seguramente que sí, el ladrón también debió participar de algún modo
El cabo lo miró con un gesto de reproche y, con impaciencia, les pidió a los vecinos que se retiraran. En seguida le informó a Jacinto que tan pronto tuvieran alguna noticia sobre lo ocurrido, le estarían informando.
Jacinto se retiró a su casa, pensando en la falta de solidaridad de sus vecinos, y en lo remota que se veía la posibilidad de recuperar su querido burro.
Pero el hecho de que la noticia del insólito robo se extendiera tan rápido, sirvió finalmente como ayuda. Más tarde, un aldeano del pueblo vecino llegó apurado hasta el puesto de policía, e informó que un forastero estaba tratando de vender un burro igual al de Jacinto, en el mercado de su aldea.
Poco tiempo después, dicho hombre fue apresado, y Jacinto pudo, con grandes expresiones de alegría, recuperar a su preciado animal.
Estando rodeado por todos los vecinos, y en presencia del sargento, el ladrón se excusó, diciendo que el burro estaba tan a la mano que no había podido resistir la tentación de llevárselo. Pero el sargento lo detuvo con un gesto autoritario, diciéndole en voz alta, para que tanto sus hombres, como los aldeanos, escucharan:
“No trate de culpar a la víctima por su fechoría. Si tenemos que poner siete cerrojos en nuestra puerta es por personas como usted. Muy mal está un pueblo que reprocha a quien, confiando en la bondad ajena, sufre el robo de sus pertenencias, en vez de señalar al que se aprovecha de su buena fe, para quitarle el producto de su trabajo. Lo único positivo de lo ocurrido a nuestro amigo Jacinto, es que todos aprendimos una lección: no es la confianza de la víctima la que propicia el delito, sino la maldad del culpable de esa mala acción”. Avergonzados por estas palabras que reflejaban la mezquindad de sus propios corazones, los aldeanos se fueron retirando hacia sus casas. Finalmente, el cabo y los policías, bajaron la cabeza, comprendiendo la distancia moral que había entre su comportamiento y las palabras del sargento.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández.
Portada: Carlos Morales G.
Música: The Suspense Pulse – Reforme Sound-Envato
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