
Un torneo de arqueros revela que solo con el dominio de la mente, las emociones y el espíritu podremos superar el miedo y lograr el triunfo ante los retos de la vida.
En un remoto y próspero reino, la tradición de los torneos de tiro al blanco con el arco, eran uno de sus mayores orgullos. Año tras año se llevaban a cabo en la capital del reino, y en ellos participaban muchos diestros arqueros de todas las provincias.
Entre todos estos deportistas, destacaba uno llamado Eric, quien nunca había sido derrotado y todos consideraban invencible. Era una leyenda viviente, y los niños escuchaban con entusiasmo las historias de sus triunfos casi imposibles. Sin importar que fueran reales o fantasías, nadie ponía en duda su maestría con el arco.
Pero, así como Eric era la atracción de todos los torneos, cada día había menos competidores dispuestos a participar, ante las pocas posibilidades de llevarse el trofeo ganador.
Ante esto el rey, deseoso de que las justas se mantuvieran activas y para crear nuevas expectativas, programó el más grande torneo jamás visto. Para ello invitó a todos los arqueros de los reinos vecinos, y ofreció un primer premio colosal: un cofre lleno con las más variadas y valiosas joyas, y el señorío de una de las comarcas más fértiles del reino, donde se alzaba un imponente y hermoso castillo.
Esto motivó a cientos de participantes de muchos rincones de esa antigua tierra, quienes se inscribieron con prontitud, y aguardaron impacientes la gran fecha.
Tal como había previsto el rey, los juegos fueron un éxito. Una muchedumbre se congregó en la capital del reino para ver las reñidas competencias. Durante tres días fueron siendo eliminados, uno a uno, todos los participantes. El último día, con el rey a la cabeza, la asistencia de la corte en pleno, y una multitud que apenas cabía en el campo de tiro, se llevó a cabo la lucha final.
Solo quedaban en competencia un diestro arquero de un reino del oeste, quien había demostrado ser un digno rival del venerado Eric. Este, por supuesto, era el otro finalista. Primero el competidor extranjero tensó la cuerda de su arco, y demostrando gran calma, soltó la flecha. Esta se clavó, con un sonido sordo en la diana, muy cerca del centro.
A su turno, Eric tomó su arco, impasible, con la seguridad que siempre mostraba, como si se tratara simplemente de otro tiro, pero totalmente concentrado en cada movimiento. Tensó la cuerda y, en un segundo, la flecha se clavó justo en el centro.
Todos, incluso el rey, lanzaron un grito, ovacionando al eterno campeón. Eric hizo una pequeña reverencia, como un actor que sabe que su representación ha sido impecable. El rey pidió silencio, para proclamar al vencedor, y ya se disponía hablar, cuando se escuchó una voz que retumbó en todo el campo.
-¡Esperad un momento! ¡Yo, Federico Meyer desafío al ganador!
Un murmullo de asombro corrió por todo el campo. Todo el público dirigió la mirada hacia el que había hablado, quien ahora avanzaba con paso lento pero decidido hacia la arena de competencia.
Se trataba de un campesino, conocido en la capital por su labor agrícola y su muy pobre desempeño en el deporte del arco. Ya rozaba los cincuenta años y su barba entrecana lo hacía ver más anciano.
Cuando estuvo cerca de la tribuna real, el rey lo miró con severidad, mientras le decía, en voz alta y clara:
-¿Te has vuelto loco, Federico? Este es el torneo más importante que hemos realizado y tú ¿quieres burlarte? ¡Debes estar ebrio!
Pero, con la mirada fija en el rey y sin titubear, el campesino respondió:
-No hay nada de eso, majestad. Jamás faltaría al respeto a mi rey ni a mi pueblo. Todos saben que las reglas del torneo permiten que cualquiera pueda desafiar al campeón y eso es lo que hago. Y, como las reglas también permiten que el retador imponga las condiciones, yo pido solo dos cosas. La primera, que cada uno sólo hará un tiro. La segunda, que el ganador se lleve el premio y el perdedor pierda la cabeza en el patíbulo.
Los murmullos cesaron, y un silencio frío se extendió por todo el campo de juego. El rey, sorprendido, miró a Eric, como esperando su aprobación. Pero ambos sabían que no había salida, y el arquero, con una sonrisa que parecía ser de lástima por la cabeza del buen Federico, hizo un gesto de asentimiento.
Entonces, el rey habló para la muchedumbre:
-¡Según las reglas del torneo, el desafío lanzado por Federico Meyer es aceptado!¡Preparen la diana, y que se inicie la competencia!
Como la norma también exigía que el retador lanzara el primer tiro, el campesino se dirigió a la línea de lanzamiento. Su arco era viejo y no parecía el mejor para un evento tan importante. Sin prestar atención a los murmullos, hizo su lanzamiento. La flecha, casi indecisa, se clavó en la diana, pero lejos del centro.
Nadie rio, pues era sabido que el retador, a quien todos apreciaban, había dado un paso definitivo hacia el fin de su vida.
Entonces, Eric avanzó a la línea de tiro. Como siempre, su paso era decidido y no quitaba la vista de la diana. La muchedumbre contuvo el aliento. El campeón levantó el arco, colocó la flecha y lentamente tensó la cuerda. Pero, de repente, sin poderlo evitar, sintió una pequeña alteración del pulso.
Un sudor frío corrió por su espalda, pues jamás le había sucedido tal cosa. Por un instante pudo contemplar la posibilidad de la muerte, y comenzó a perder la concentración. Veía el centro de la diana, pero ahora le parecía más lejano que nunca, y la punta de su flecha bailaba alrededor de él. Parpadeó rápidamente, como tratando de espantar un mal sueño, y agarró con fuerza el arco.
Los que estaban más cerca, vieron sorprendidos las gotas de sudor que corrían por la frente del arquero. Sus piernas comenzaron a temblar, sus ojos se nublaron y apenas percibía la diana como un punto fuera de foco.
Pero el espíritu competitivo se impuso sobre las dudas, y sin pensarlo más, Eric soltó la flecha. Como siempre, ella voló hacia el blanco y se clavó en la diana, pero muy al borde, más lejos que la flecha del humilde campesino.
Todos lanzaron una exclamación de sorpresa. Jamás nadie pensó que este día pudiera llegar. Eric bajó la cabeza, derrotado, y con gesto abatido miró al rey, quien aún tenía la boca abierta.
Entonces, con una ligera sonrisa, Federico se acercó a la tribuna del rey. Este lo miró con una mezcla de respeto y asombro, y habló con su poderosa voz:
-De acuerdo a los términos del torneo, declaro campeón a Federico Meyer. Pero solo quiero hacerle una última petición: ¿cómo estaba tan seguro de que Eric, quien nunca había perdido una competencia, fallaría ahora?
El campesino puso su puño en el pecho, hizo una reverencia de humildad, y contestó:
-Majestad, realmente yo no podía saberlo, pero hay una respuesta muy simple. Yo ya estoy viejo y no tengo ninguna fortuna. Si perdía, solo eran algunos años de sufrimiento y más pobreza. Pero si ganaba, mi vida renacería y podría pasar mis últimos años disfrutando lo que nunca tuve.
-Por su parte, Eric se jugaba todo: su fama, su fortuna y, sobre todo, la vida que perdería al tiempo con su juventud. Una vez que él entendió eso, el miedo se apoderó de su mente y ya no pudo seguir la dirección de su flecha. Ese miedo fue más poderoso que su habilidad.
El rey, admirando ahora la sabiduría y la intrepidez que se ocultaba bajo esas viejas ropas de trabajo del campo, pidió una ovación para el campeón y le hizo entrega del premio.
Eric, que estaba a su lado con la cabeza gacha, le dijo humildemente al nuevo campeón:
-Tienes razón, hoy aprendí, aunque tarde, que más importante que dominar el arco es el dominio de la mente y el corazón.
Tras escuchar esto, Federico le sonrió con una mirada de amistad y dirigiéndose al rey, con vos clara, le dijo:
-Como una última prerrogativa, deseo invocar otra regla del torneo, y se trata de que, si el retador resulta ganador, puede modificar la petición inicial. Por lo tanto, revoco lo relacionado a la cabeza de mi oponente. Además de cambiar mi fortuna, yo solo deseaba dejar una lección que aprendí bajo el sol y la lluvia durante tantos años en el campo.
-Se trata de que solo mediante el dominio de nuestra mente y emociones, podemos vencer las dificultades. Eso me ayudó a sobrevivir a muchas penurias y derrotas. Aprendí que las metas no solo se logran con la técnica, sino con el dominio de nuestro espíritu. Si vencemos el miedo al fracaso y a la muerte, nada podrá abatirnos. Mi contendor, a quien siempre he admirado, aprendió esta lección en carne propia, y creo que a partir de este día jamás será derrotado de nuevo. Por lo tanto, no seré yo quien prive al reino de quien le ha dado tanta gloria. Con el paso de los años, la historia de esta competencia se convirtió en una leyenda. Mucho tiempo después se le narraba a los pequeños, quienes escuchaban con asombro, cómo en los tiempos antiguos existían seres gigantescos, que eran invencibles en todas las batallas.
Cuento adaptado para VCSmedia por Carlos Morales G.
Narración: Javier Hernández.
Música: Fantasy Adventure Theme-Rafael Krux_Orchestralis – Envato
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