El cuento la abeja haragana no enseña que aquellos que evaden sus responsabilidades eventualmente enfrentarán consecuencias, aprendiendo que la pereza y la falta de esfuerzo no conducen a una vida plena.
Había una vez en una colmena una abeja que no quería trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para tomar el néctar de las flores; pero en vez de conservarlo para convertirlo en miel, se lo tomaba todo.
Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el sol calentaba el aire, la abejita veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las patas y echaba entonces a volar. Muy contenta zumbaba de flor en flor, se tomaba toda la miel, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban trabajando para llenar la colmena de miel, el alimento de las abejas recién nacidas.
Las demás abejas, comenzaron a disgustarse con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las colmenas hay unas cuantas abejas, que están de guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena.
Un día, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a entrar, diciéndole:
Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las abejas debemos trabajar.
La abejita contestó: Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.
No es cuestión de que te canses mucho, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia que te hacemos. Y diciéndole esto la dejaron pasar.
Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la tarde siguiente
las abejas que estaban de guardia le dijeron: Hay que trabajar, hermana.
Y ella respondió en seguida: ¡Uno de estos días lo voy a hacer!
No es cuestión de que lo hagas uno de estos días, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y la dejaron pasar. La noche siguiente se repitió la misma cosa. Antes de que le dijeran nada, la abejita exclamó:
¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he prometido! No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido, sino de que trabajes. Hoy no trajiste nada: trata de que mañana, traigas, aunque sea una gota de miel. Y ahora, pasa.
Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.
Pero el día pasó en vano como todos los demás. Con la diferencia de que, al caer el sol, comenzó a soplar un viento frío. La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena, pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo impidieron.
¡No se entra! —le dijeron fríamente.
¡Yo quiero entrar! Esta es mi colmena. clamó la abejita
Esta es la colmena de unas abejas. No hay entrada para las haraganas. ¡Mañana sin falta voy a trabajar! insistió la abejita.
No hay mañana para las que no trabajan.
Y diciendo esto la empujaron afuera. La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la noche caía y casi no veía. Quiso cogerse de una hoja, y cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y no podía volar más.
Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de los palitos y
piedritas, que le parecían montañas, llegó a la puerta de la colmena, a
tiempo que comenzaban a caer frías gotas de lluvia.
¡Ay, mi Dios! Va a llover, y me voy a morir de frío. clamó la desamparada. Y quiso entrar en la colmena. Pero de nuevo le cerraron el paso.
¡Perdón! ¡Déjenme entrar! Ya es tarde —le respondieron.
¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño! Es muy tarde.
¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!
Imposible.
¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:
No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es el descanso
ganado con el trabajo. Vete.
Y la echaron.
Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y tropezando, la abeja
se arrastró, se arrastró hasta que de pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al fondo de una caverna. Y se halló bruscamente ante una víbora, que la miraba presta a lanzarse sobre ella. Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró cerrando los ojos: ¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz. Pero con gran sorpresa, la culebra solamente le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser muy trabajadora para estar aquí a estas horas.
Es cierto. No trabajo, y yo tengo la culpa. Siendo así, voy a quitar del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja. Agregó la culebra, burlona.
La abeja, temblando, exclamó. ¡No es justo eso, no es justo!
No es justo que usted me coma porque es más fuerte que yo. Los
hombres saben lo que es justicia. ¡Ah, ah! ¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes son más justos? exclamó la culebra, enroscándose ligero.
No, no es por eso por lo que nos quitan la miel respondió la abeja.
¿Y por qué, entonces?
Porque son más inteligentes.
Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír, exclamando:
¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer. Y se echó para atrás para lanzarse sobre ella. Pero ésta exclamó: Usted hace eso porque es menos inteligente que yo. ¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? Jajajajaja. Pues bien. Vamos a hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa gana. Si gano yo, te como. Dijo la culebra.
¿Y si gano yo? Si ganas tú, tienes el derecho de pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene? Aceptado.
La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había ocurrido una cosa
que jamás podría hacer una abeja. Esto fue lo que hizo:
Salió, tan velozmente que la abeja no tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de semillas de eucalipto. Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y les llaman trompitos.
Esto es lo que voy a hacer. ¡Fíjate bien, atención!
Y arrollando la cola alrededor del trompito como un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco. La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una abeja ha hecho
ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero cuando el trompito, que se había
quedado dormido zumbando, cayó por fin al suelo, la abeja dijo:
Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.
Entonces, te como. Exclamó la culebra. ¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una cosa que nadie hace. Desaparecer.
¿Cómo? Exclamó la culebra, dando un salto de sorpresa. ¿Desaparecer sin salir de aquí? Sin salir de aquí.
¿Y sin esconderte en la tierra?
Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida. Dijo la culebra.
El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había tenido tiempo
de examinar la caverna y había visto arbusto, con grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos. Ahora me toca a mí, señora culebra. Me va a hacer el favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga “tres”, búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!
La culebra dijo rápidamente: “uno…, dos…, tres”, y se volvió y abrió la boca, pero que sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos lados, recorrió los rincones, la planta. Inútil: la abeja había desaparecido. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde estaba? No había modo de hallarla.
¡Bueno! Me doy por vencida. ¿Dónde estás? Exclamó por fin.
Una voz que apenas se oía, la voz de la abejita salió del medio de la
cueva. ¿No me vas a hacer nada? ¿Puedo contar con tu juramento?
Sí. Te lo juro. ¿Dónde estás?
Aquí. Respondió la abejita, apareciendo súbitamente de entre una hoja
cerrada de la planta.
¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la planta en cuestión es muy común y tiene la particularidad de que sus hojas se cierran al menor contacto, ocultando completamente a la abeja. La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.
La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su derrota, tanto que
la abeja pasó toda la noche recordando a su enemiga la promesa que
había hecho de respetarla.
Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como un río adentro. Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad más completa.
Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior, durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y lloraba entonces en silencio.
Cuando llegó el día, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante la puerta de la colmena. Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada, porque comprendieron que la que volvía no era la paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en sólo una noche un duro aprendizaje de la vida. En adelante, ninguna como ella recogió tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la rodeaban:
No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos hace tan fuertes. Yo usé mi inteligencia, para salvar mi vida. No habría necesitado de ese esfuerzo, sí hubiera cumplido con el deber, trabajado como todas. Trabajen, compañeras, pensando que el fin de nuestros esfuerzos la felicidad.
Adaptación para VCSradio.net al cuento escrito por Horacio Quiroga La Abeja haragana, publicado en textos.info
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