6 minutos de lectura. Para el mendigo es muy fácil alabar la generosidad de quien lo provee. Pero estar dispuesto a ser dadivoso ya no parece ser tan fácil. Veamos un ejemplo de esto.
Cuenta la historia que, en una ciudad de oriente, hace muchos años vivía un mendigo, quien pedía limosna viviendo de la generosidad de la gente. Cierto día, encontrándose en una calle bastante desierta, escuchó repentinamente un barullo creciente que corría muy rápido hacia él.
Cuando alzó la vista, pudo observar cómo se acercaba el coche más espléndido que hubiera visto. Los ocho caballos blancos que lo traían al galope estaban ricamente enjaezados y sus cabezas se encontraban adornadas por hermosos penachos multicolores. El conductor en el pescante semejaba un rey por su atavío, pero cuando el coche estuvo más cerca, vio que el único pasajero que venía en su interior era un verdadero y realmente magnífico rey.
El mendigo, sin poder cerrar la boca por la admiración, apreciaba que aquel carro estaba totalmente recubierto de oro, mientras miles de piedras preciosas lo ornamentaban produciendo enceguecedores reflejos bajo el sol de verano.
Cuando, después de un instante, miró al rey que venía en dicho carro, podo observar que, a pesar de tanta ostentación, mostraba un rostro tranquilo y en su boca se dibujaba una sonrisa benevolente. Entonces, como una inspiración repentina, se le vino a la cabeza una idea:
-Parece increíble, – pensó – pero creo que este poderoso rey ha sido enviado por el cielo para terminar con mis sufrimientos. Solo con que me comparta una mínima parte de su riqueza, podré vivir tranquilamente el resto de mi vida.
En ese momento, como si el poderoso rey hubiera escuchado los pensamientos del mendigo, mandó detener el carro a su lado y lo miró fijamente. El pobre hombre, quien se había postrado ante la soberana presencia, se levantó lentamente y lo miró con esos ojos suplicantes con los que sabía expresar su necesidad diariamente.
Pero, cuando estaba esperando la generosidad del rey, éste simplemente le extendió la mano, con una mirada firme y le dijo sin perder la sonrisa:
-Buen hombre, ¿qué tienes para dar a tu rey?
El mendigo quedó desconcertado, pues jamás nadie le había pedido nada a él. Todos, sin excepción, simplemente le daban. Además, tratándose de un rey, pensó que tal vez se burlaba de él pues, ¿qué podría necesitar tan poderoso hombre de un humilde mendigo en la calle?
Sin embargo, entendiendo que si contrariaba la voluntad real podría ser seriamente castigado, buscó en su alforja, donde guardaba varios puñados de arroz. Sacó tres granos y después de contemplarlos, escogió uno y se lo entregó al rey. Éste, con una luz de alegría en la mirada y ampliando aún más su paternal sonrisa, recibió el grano de arroz. Enseguida, buscó en una bolsa que llevaba a su lado y, tomando un pequeño grano de oro, se lo entregó al mendigo.
Antes de que éste pudiera reaccionar, el coche partió tan rápido como había llegado, y se perdió por las tortuosas calles, resplandeciente ante los rayos del sol que lo seguían.
Entonces, el mendigo tomó el grano de oro entre dos dedos y comenzó a lamentarse silenciosamente, por no haber entregado todo el arroz que, intacto, reposaba en su vieja y raída alforja.
Reflexión: Casi siempre, cuando ponderamos la generosidad, pensamos ante todo en recibir más que en dar. Nunca debemos olvidar que la generosidad es un don de ida y vuelta: tanto como estemos dispuestos a dar, será lo que recibamos a cambio.
Cuento anónimo indio adaptado para VCSradio.net
Imagen de portada: Carlos Morales Galvis
Narración: Javier Hernández
Música de fondo: A Mysterious Mantra – Schwartz Sound – Envato
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